Un país mágico en cual existía un instituto de cine, mágico también, en que la animación tomaba una dimensión inusitada, distinta a la que solía ocupar en otros países. Un ámbito de creación y realización inagotable. Un modo de trabajo libre, abierto permanentemente al cambio y al descubrimiento, llamado National Film Board of Canada.


Argentina, 1982 como punto de inflexión para algunos de nosotros. Al tomar conocimiento del imaginario que se gestaba allí, desesperamos por entender lo que sucedía a la distancia.
Ese fenómeno soñado, el paradigma de vivir para crear sin límites y con apoyo institucional para llevarlo adelante. Un verdadero paraíso. Todos los jóvenes de mi generación interesados en el cine de animación, junto con quienes llegaron antes o después a esta especialidad, lo venerábamos como lugar inequívoco de referencia y guía. Palabras mayores.
No se escatimaba en esfuerzo ni en experimentación, y se prodigaban tiempo y entusiasmo a la producción sostenida. Se rendía culto al cine de autor, al cortometraje hecho en soledad que, difícilmente, podría tener eco para ser distribuido o comercializado por las vías convencionales.
Insisto: todos queríamos estar allí, nos enterábamos de lo que hacían y lo compartíamos como se podía, a través de versiones fílmicas descartadas, fotocopias de libros fotocopiados previamente, o a través de los relatos entusiastas de los maestros Víctor Iturralde y Luis Bras quienes habían accedido a esa Meca del cine de animación.
(extraido de las páginas 9 y 10 )
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